Vuelos y aviones

Cuando cogemos un vuelo, nos abocamos a una cámara de semi-aislamiento en la que somos transportados a lugares a veces muy lejanos.

Los vuelos de larga duración nos aportan momentos de introspección. Confinados en el pequeño espacio que nos proporciona la clase turista, nos desplazamos de la pantalla de entretenimiento a nuestra tablet, repasamos la guía de viajes o quizá rematamos los últimos flecos de un trabajo. Nuestros pensamientos se balancean entre el escenario que dejamos atrás y el nuevo en el que vamos a aterrizar.

Todo sucede en una dinámica que más o menos vamos teniendo interiorizada, obviamos las instrucciones de seguridad, el avión despega, las azafatas administran discretas y frugales viandas, damos un vistazo hacia la cola del servicio y nos cercioramos de que no hay una cola excesiva, nos animamos a estirar las piernas y aliviar la vejiga, conseguimos conciliar el sueño empleando cada vez más accesorios (antifaces, tapones de oídos, mantas, almohadas, cojines), puede que esquivemos alguna conversación que tiene visos de hacerse interminable con nuestro desconocido vecino de asiento, aterrizamos buscando la hoja de control de inmigración, nos cercioramos de no olvidar nada en el bolsillo del asiento, las azafatas nos despiden con forzado afecto. Por fin pisamos suelo en otra zona de un mundo en el que el significado de distancia no para de transformarse.